50 años encarnando el Evangelio de Nazaret en las familias de Colombia

P.Hernando Cortés Hoyos, SF

El Evangelio de Lucas nos narra cómo los vecinos, al presenciar los prodigios en torno al nacimiento de Juan el Bautista, se preguntaban con admiración: «¿Qué va a ser de este niño?» (Lc 1, 57-66). En esa exclamación llena de asombro, encontramos algo más que curiosidad; hay un llamado a meditar, a buscar dentro de los acontecimientos la mano amorosa de Dios. ¡Qué hermosa coincidencia que esta misma pregunta resuene hoy, cincuenta años después, mientras contemplamos los orígenes de la Fundación de la Delegación de Colombia!

Desde su inicio, esta obra ha sido como un nacimiento divino, cuidado y preparado con amor infinito. Desde sus primeros momentos, el Señor tuvo una especial predilección por esta misión. ¡Qué historia tan maravillosa, tan llena de generosidad, tan vibrante de propósito, tan profundamente tocada por Dios! Esta fundación no fue una decisión tomada a la ligera; fue fruto de la oración profunda, el discernimiento sincero y la escucha atenta de los signos de los tiempos.

Los Padres Capitulares del XVI Capítulo General del Instituto, celebrado en Roma entre diciembre de 1974 y enero de 1975, con miradas iluminadas por la fe y corazones abiertos a la voluntad de Dios, acogieron esta propuesta y la confiaron al nuevo Gobierno General. Con gran esperanza y alegría, se redactó un acuerdo que sentaba las bases para nuestra futura presencia en Colombia. ¡Cuánta emoción embargaba los corazones de aquellos primeros religiosos, como lo escribieron en sus crónicas, al saber que estaban dando el primer paso hacia una nueva fundación!

Pasaron solo unos meses, y los primeros religiosos partieron hacia Colombia con el alma llena de ilusión. El Señor fue señalando los caminos, abriendo las puertas y conduciendo a estos pioneros hacia la tierra que Él ya tenía preparada. El venerable padre Magín Morera estaba convencido de que esta era la voluntad de Dios, y el padre José María Blanquet, con una valentía admirable y una fe inquebrantable, no dudó en darle cauce. El proyecto estaba claro: «Nuestro propósito al llegar a Colombia es encarnarnos con la realidad de este país por amor de Dios y de nuestros hermanos. Así nos quiere, donde estemos, nuestro Padre Fundador».

¡Cuántas alegrías hemos vivido en estos cincuenta años! Recordamos con especial cariño la ayuda de nuestras hermanas, las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret, el liderazgo del padre Jorge Figuera y de los demás religiosos que fueron llegando, que no temieron enfrentarse a los desafíos en uno de los barrios más empobrecidos de Medellín, el barrio Zamora; sembraron esperanza donde parecía no haberla, y hoy vemos los frutos de su entrega. Posteriormente, llegó la ilusión de la primera propiedad en el barrio Belén, donde se cultivó la vida de oración, el trabajo comunitario y la formación de los primeros religiosos. Allí comenzó a crecer el Evangelio de Nazaret que nuestro fundador nos enseñó, y desde allí surgieron las primeras obras que hoy son faros de luz para tantas personas.

Evocamos con inmensa gratitud las jornadas de oración y trabajo comunitario, donde manos ilusionadas y llenas de fe levantaron las primeras comunidades, las parroquias y los colegios de Colombia. ¡Cuánto amor había en cada ladrillo colocado, en cada sonrisa compartida, en cada lágrima derramada! Estas pequeñas grandes acciones son parte de esta historia que hoy celebramos con el corazón rebosante de alegría. Gracias a los sacrificios de muchos religiosos, tanto en personas como en recursos, se materializaron numerosas bendiciones: la cuna de nuestras vocaciones, el Seminario Padre Manyanet de Medellín, y después el Escolasticado de Chía, las Parroquias de Jesús, María y José, Santa Catalina de Siena y de La Sagrada Familia, además de los Colegios Padre Manyanet de Medellín, Bogotá y Chía; obras que permanecen en la historia, junto a las que ya cumplieron su tiempo: las misiones en el Putumayo, dirigidas por el padre Justo; el Seminario Sagrada Familia y la Parroquia Nuestra Señora del Consuelo de Bogotá, y finalmente, la fundación en Zapatoca.

Hemos sido testigos de cientos de jóvenes que ingresaron a nuestras casas de formación, de miles de estudiantes en nuestros colegios, de miles de fieles en nuestras parroquias y de un grupo enorme y maravilloso de laicos comprometidos con nuestras obras. Estas vidas transformadas son el testimonio vivo de que Dios nunca abandona su obra. ¡Qué inmensa alegría ver cómo el amor de Dios toca corazones y cambia realidades!

Los años han pasado y, en este caminar, algunos se han quedado, otros han perseverado por la gracia de Dios, y otros ya nos bendicen desde el cielo. Pero la historia no termina aquí. El camino sigue, y nos esperan todos los años que el Señor quiera para anunciar que su amor y su fidelidad son eternos. Lo haremos desde la sencillez de nuestra vida común, desde el amor de la fraternidad comunitaria, desde la fidelidad y la paz de cada capilla en la oración comunitaria, desde cada altar y cada confesionario de nuestras obras de apostolado, desde las aulas de cada clase. Seguiremos anunciando con alegría que somos una familia que se ama, una comunidad viva, que se perdona y se ayuda.

Esta no es solo la crónica de nuestros comienzos; es una celebración llena de gratitud, porque estamos convencidos de que Dios sigue escribiendo nuestra historia en cada aula, en cada hogar, en cada comunidad y en cada corazón tocado por la gracia de la misión. Cada paso dado, cada sacrificio ofrecido, ha sido parte de un plan mayor, tejido por sus manos divinas con amor infinito.

Estamos convencidos de que, como al inicio, con la misma sorpresa y admiración de aquel «¿Qué va a ser de este niño?», el Señor seguirá bendiciendo a Colombia, nos seguirá regalando su gracia, nos permitirá vivir en la fidelidad y la perseverancia para seguirle y amarle hasta el final. Y nosotros, con el corazón lleno de gratitud, seguiremos respondiendo con un ¡SÍ!, alegre y decidido, a esta tarea de «Hacer de cada hogar de Colombia un Nazaret», porque sabemos que Él siempre estará con nosotros, guiándonos, fortaleciéndonos y multiplicando nuestros esfuerzos.

¡Gracias, Señor, por estos cincuenta años de amor! ¡Gracias por cada vida tocada, por cada sueño cumplido, por cada corazón que se ha abierto a tu amor! Por cada familia bendecida, por los corazones llenos de amor de nuestros niños y jóvenes.

Que esta celebración sea un himno de gratitud y un impulso para continuar sembrando tu Reino con alegría, esperanza y amor.

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