Hace poco tuve que ir al oculista. Como tantas goteras que salen con el paso de los años, la vista también esperaba su turno. Y no es que no lleve gafas, las llevo desde joven, pero tocó graduar. El ritual del óptico me hizo pensar, como otras veces, que Dios habla claro a través de lo pequeño, aunque nos cuesta verlo —nunca tan bien dicho—, oírlo… y saborearlo. Me explico.
Con aquellas gafas gigantes sobre mí, el óptico fue cambiando cristales. En la pared, ya se sabe, unas letras proyectadas. Primero muy grandes y yo con tenta: estaban todas muy claras. Luego, el muy pérfido, fue reduciendo tamaño y ahí ya empecé a du dar: ¿aquello era una P o una B? ¿Era una I o una J? ¿Era una M o una N? Las letras, como los mensajes de Dios, son pequeñas, pero cada una va encadenada a la otra hasta formar una palabra clara; así que, y di go lo obvio, hay que ver lo pequeño para ver lo gran de. Cuando salí de la óptica iba yo pensando en que aquello había sido una maravillosa parábola; una pa rábola que Dios debe repetir cada día para gente muy diversa.
Los niños tienen una mirada clara, profunda. No tienen problema alguno con el misterio. Recuerdo entra ñables anécdotas que me lo demuestran con frecuencia, como la del parvulito castigado que se fue a la capi lla y al pie del sagrario decía a Jesús: «sal que juga remos». Pero luego nos hacemos adultos y la inmensa mayoría perdemos algo de vista. A Dios lo vemos borroso.
Y andamos gran trecho de la vida viendo borroso a Dios, con imágenes e ideas que nos hemos forma do de Él y que no responden al Misterio. Y con la vista no nos da igual una M que una N, pero con Dios pa rece que no importe. Seguimos pensando en un Dios que juzga, que reparte premios o castigos o, en el extremo contrario, en un Dios bonachón que nos sonríe siempre, hagamos lo que hagamos.
San José Manyanet escribe que es preciso «pedir a Jesús una vista clara para seguirle sin tropiezo e imitarle con fidelidad y perseverancia» (El Espíritu de la Sagrada Familia). Más claro, agua. La mirada del corazón se nos debilita a menudo porque la fijamos en aquello que no le da vida. Y del mismo modo que yo no sabría graduarme la vista y escoger el cristalito que corresponde, solo la petición humilde a Jesús de que nos aclare la vista, nos la afine y vuelva penetrante para ver luminosos sus misterios, puede conseguir el milagro.
Quizá mi corazón necesite una operación de catara tas porque el pecado pequeño y consentido es como un velo que me ciega y tengo lo que Manyanet llama con agudeza «la voluntaria ceguera»; quizá necesito gafas que me permitan ver aquello que es esencial en mi vida y distinguirlo de lo accesorio; recuerdo que, de niña, me contaban una «parábola»: si pones a un burro hambriento delante de un montón de oro o de un montón de alfalfa y lo dejas ir, el burro no duda; pero si pones a una persona delante de un plato caliente y sabroso y, también, un montón de oro… la persona suele ir a lo que no alimenta. El animal no se equivoca, pero yo… ¡Cuántas veces lo hago!
Saramago, el gran escritor portugués, hace en su libro «Ensayo sobre la ceguera» una aguda parábola: el mundo sufre una pandemia llamada «la ceguera blan ca» por la cual todos pierden la vista. Solo una mujer no es atacada por la enfermedad. Y ella es en medio de un mundo ciego, la voz de la esperanza, una guía que lucha contra un mundo que se desmorona. Un ciego no puede guiar a otro ciego, dice Jesús. Por eso es preciso reconocer nuestra ceguera blanca o volun taria y aceptar que Dios tiene otros métodos más allá de la operación o las gafas: pidamos, pidamos una vis ta clara.
Seguramente nos pase como les ocurre a esos niños que tienen un ojo perezoso. Recuerdo a mi so brino con el ojo «bueno» tapado durante meses para obligar al perezoso a trabajar. Quizá no seamos cie gos del todo, pero sí perezosos de alma. Y vemos a Dios borroso cuando Él es plena Luz. Por eso hay que entrenar la mirada, esforzarse en ver a Dios cuando nos habla «con letra pequeña».
A veces usa letras grandes —el nacimiento de un hijo, una enfermedad, la muerte de un ser querido…— pero lo de cada día es «letra pequeña». Dios busca para mí los cristales que me permiten verlo. Pero tengo que ponerme en sus manos y pedirle humildemente una vista clara para seguirlo e imitar lo con fidelidad y perseverancia.
Ver borroso es incómodo y peligroso. También —y mucho más— si es mi alma la que ve borroso.
Maria Dolors Gaja i Jaumeandreu