Vuelvo a asistir como diácono en la Misa del Pollito (la Misa del Gallo adelantada unas horas por razones pastorales) en la parroquia en la que estuve mu- chos años vinculado como joven. La parroquia está repleta de gente.

El participar en la Eucaristía desde el altar me ofrece una perspectiva diferente de la comunidad reunida. Reconozco personas, muchas caras me resultan familiares; muchas otras personas me son completamente desconocidas. Sea como fuere, muchos recuerdos me van asaltando fugazmente en el transcurso de la Eucaristía.

Uno, especialmente, cuando me doy cuenta de que también participa en la Eucaristía la mujer de Alberto. A él no lo veo. Alberto fue hace muchos años una persona muy activa en el grupo de jóvenes que contribuyó a mol- dear mi fe. Lo recuerdo como una persona con un carisma especial que sabía transmitir alegría y opti- mismo por doquier. Era un maestro en animación de grupos. Sin conocer a fondo su biografía, con el tiempo fui descubriendo también otras dificultades en su vida.

En cualquier caso, no puedo acordarme de él sin tener presente a su mujer: siempre acompañándolo y apoyándolo. Desde el silencio y la discreción del segundo plano, su mujer siempre me transmitió paz y confianza. Su presencia en la Eucaristía me llena de gozo.

Brillo en los ojos

Al acabar la Eucaristía y todavía dentro del templo, nos saludamos con amigos de toda la vida con los que, en los últimos años, nos vamos viendo en este día. Sin darnos cuenta, hemos formado un corrillo de perso- nas. Se acercan dos mujeres. Una, se dirige directa- mente a mí y sin mediar saludo alguno, me pregunta: «¿Sabes quién soy?». Mi respuesta también es directa y clara: «Sí, claro, la mujer de Alberto». Inmediata- mente, sonríe y muestra un brillo en los ojos. Yo también me siento muy reconfortado y reconocido.

Tanto ella como yo no recordamos nuestros nombres. No importa. Sigue un breve diálogo y una despedida so- bria pero muy sentida: Alberto está solo en casa y ella se cuida de él. El corrillo de personas sigue allí, ajeno a nuestro entrañable reencuentro. La alegría de un reencuentro que desborda esperanza: recuerdos compartidos que en el presente asumen otra dimensión y que alimentan una esperanza que no defrauda (Rm 5, 5). Una alegría inmensa, el saber que seguimos haciendo camino y que seguimos compartiendo una misma fe.

Peregrinos de esperanza

Acabamos de estrenar un año Jubilar, un año Santo, donde el papa Francisco sitúa la esperanza como punto central del mismo. Una esperanza que «efec- tivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz. (…)

La esperanza cristiana, de hecho, no engaña ni defrauda, porque está fundada en la certeza de que nada ni nadie podrá separarnos nunca del amor divino. (…) Esta esperanza se fundamenta en la fe y se nutre de la caridad»2. Además, el Papa vincula íntimamente la virtud de la paciencia con la esperanza: la paciencia es hija de la esperanza, al mismo tiempo que la sostiene.

«La vida cristiana es un camino que necesita mo- mentos fuertes para alimentar y robustecer la esperanza, compañera insustituible que permite vislumbrar la meta: el encuentro con el Señor Jesús». Y estos momentos fuertes pasan necesariamente por el encuen- tro con personas que transmiten vida, con personas que viven una esperanza que no defrauda. En pala- bras del papa Francisco y, en su intención de oración del mes de diciembre de 2024: «Por los peregrinos de esperanza. Para que este Jubileo nos fortalezca en la fe, nos ayude a reconocer a Cristo resucitado en medio de nuestras vidas, y nos transforme en peregrinos de la esperanza cristiana». Como la mujer de Alberto.

ÉDISON FAÑANÁS LANAU

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