Santa María de la Zarza

(Maria Dolors Gaja i Jaumeandreu, MN) Quizá no sea botánicamente muy precisa, pero en mi mente las zarzas, abrojos y espinos vienen a ser lo mismo: un incordio. Esos arbustos que crecen cuando el camino no se transita y, si nos descuidamos, lo oculta; esos abrojos que, de vez en cuando, hay que quemar para impedir sus avances; esos espinos que, si osas avanzar, se te prenden en la ropa y si pretendes arrancarlos con las manos acabas con ellas rasguñadas son, aunque eso me convierta en una urbanita, un incordio.

 

En mi defensa diré que, en este aspecto de rechazo a los espinos, estoy en clara sintonía con la Biblia. El mejor alegato antimo nárquico que conozco tiene como protagonista una zarza o un espi no, según quien traduzca. En una deliciosa parábola, el libro de los Jueces nos narra que, cuando Israel busca tener un rey, el puesto lo ofrecen los árboles al olivo, pero este se niega a dejar de dar las aceitunas que después serán aceite. Luego se ofrece el puesto a la higuera, que también lo recha- za porque tendría que dejar de dar sus dulces y sabrosos higos. Se busca después a la viña —símbolo de Israel— que se niega por la misma razón: debería dejar de dar la uva de donde sale el vino.

 

Finalmente, el trono real se ofrece a un espino (que nada produce) y este no solo acepta, sino que comienza su reinado amenazando. (Ju 9, 8-15). Tampoco parece que Jesús (contemplativo por naturaleza) sea muy amante de los abrojos y zarzas, porque en la parábola del sembrador solo sirven para ahogar la semilla. La zarza no goza, pues, de mucha estima. Por eso, cuando se acercan estas fechas navideñas, siempre recuerdo que los Santos Padres, esos primeros teólogos que habría y algo tacaño, nuestro carácter es pinoso que defendemos con un «yo soy así»; llevamos, pegado co mo espinos en la ropa, un miedo a la entrega total, una mediocridad acariciada y consentida, un querer y no querer.

 

A veces, somos un poco como un yoyó: unos días muy majos y otros… ya ve usted. Pues resulta que Dios ama mis zarzas. No necesita que yo sea perfecto; el puesto ya lo ocupa Él. Pero necesita mi fragilidad para alumbrar, como necesitó una mu jer para que el mundo fuera re dimido. A veces imaginamos a María como alguien tan llena de Dios que vivió en pura luz.

 

Y yo más bien creo que vivió en pura oscuridad, como la mecha de la an torcha que descubrimos, cuando esta se apaga, totalmente negra. Si nos fijamos en el relato de Lucas, los ángeles luminosos se apa recen a los pastores y la estrella guía a los reyes. Sobre la pareja que pasa apuros en un es tablo solo hay noche cerrada. que conocer más, han visto siem pre en la zarza incandescente que atrae a Moisés (Ex 3, 1-5) una prefiguración de María. María zarza incandescente, sí, pero zarza. Esa zarza indica a Moisés, al cual Dios pide descalzarse, que está en tierra sagrada. Y me gusta pensar que María (también José) fue socialmente «una zarza», una mujer irrelevante, sin proyección social, pequeña entre los pequeños.

 

Esa mujer —la más cantada, la más pintada, la que llevan por nombre miles y miles de personas, la más invocada, la más…— esa mujer, digo, cedió su fragilidad al Fuerte, porque Dios en lo débil se hace luminoso. Y pienso que todos somos zarzas. Quizá nos gustaría ser cedro altivo o higuera fértil y quizá algunos lo sean. Pero la mayoría somos zarzas que, como decía un teólogo, «nos salvaremos por promedio». Arrastramos nuestros de fectos, nuestro corazón calculador Y noche cerrada debió ser el anonimato de Nazaret, los 10.000 días en que Jesús no hizo «nada» excepcional y asumió, Él también, ser zarza irrelevante.

 

Si el papa Francisco promocionó la advocación de santa María Desatanudos, déjenme a mí promocionar a santa María de la Zarza. Porque la devoción de mis mayores, de mis abuelos y mis padres, iluminó mi vida; porque mucha gente sencilla es luz incandescen te en el hogar; porque hay mucho santo anónimo, mucho samarita no caminando por ahí. Porque la fragilidad puesta en manos de Dios hace a Dios más Dios y a mí más humano. Santa María de la Zarza, mujer incandescente, ayúdame a dejar mi debilidad en manos de Dios. Como hiciste tú, como hizo José.

¡Y así les salió el hijo!

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