Cuando voy sola en coche, acostumbro a poner música, generalmente clásica. Pero suelo controlar las horas en punto para poner las noticias. El otro día, al acabar las noticias, se iniciaba un reportaje que dejé porque me llamó la atención el título: «Fruta imperfecta».
Resulta que la tontería, el glamur y el postureo llegan mucho más allá de lo que me había percatado yo. En un mundo obsesionado por la estética, cae por su propia lógica que triunfen las empresas de ropa, cosméticos, productos sanos… En fin, aquello que tiene algo que ver con la belleza —con los cánones de belleza actuales, que no es lo mismo— de manera directa.
Pero nunca me había parado a pensar en lo que esto suponía de «descarte». Y es verdad que se em- pieza a hablar de gordofobia en los colegios y en otros colectivos porque pesar unos kilitos de más ofende, por lo que parece, a algunos.
Pero el descarte ha llegado a la fruta. También a las verduras, legumbres y un largo etcétera.
Contaban los entrevistados que, en su pueblo, un pequeño pueblo de Lleida, se recogen en una temporada normal unos cuatro millones de quilos de fruta. Pero un 30 % quedan fuera de mercado, son manzanas o peras, o lo que sea, rechazadas por tener alguna imperfección. ¿Qué imperfección puede tener una pera recién cogida del árbol cuando, además, la fruta de Lleida tiene renombre?
Pues son «imperfecciones a la vista»: que tenga un amarillo algo más pálido, que haya sido golpeada por una ramita del árbol, que sea algo distinta en la forma, más pequeñas o grandes de lo habitual… En los supermercados, contaban, no hay lugar para la imperfección. Los agricultores las cogen de los árboles para que dejen energía a las «buenas», pero van a la basura.
¿No resulta cruel que en un mundo que pasa hambre se tiren toneladas de fruta por tamaña tontería? Porque, seguían contando, es fruta de gran sabor, de calidad extrema… solo que fea… Y la comercial es la «bonita». Aplicar criterios estéticos a la fruta y la verdura es… antinatural. Pero así somos.
Menos mal, pensé, que Dios escogió seres imperfectos para regalarnos la primera Navidad. María no era la mujer más preparada del mundo, ni José tenía posición social alguna. Probablemente, si María hubiera tenido que desfilar entre patricias romanas, hubiera sido descartada. Igual que José si lo hubieran sentado entre sabios griegos. Tampoco cumplían los cánones «estéticos» del imperio romano en el que vivían.
Pero Dios se fijó en su «sabor»… y en eso fueron fruta deliciosa. La Navidad, aunque la adornemos con lucecitas y angelitos, es la fiesta del reciclaje o, si quieren, de la fruta imperfecta a la que un Niño da la oportunidad definitiva de Salvación. La imperfección es el espacio de Dios. Cuando esta imperfección es consentida y cultivada, hablamos de pecado. Pero incluso cuando no la queremos y luchamos contra ella… somos imperfectos.
Y esa es la gracia de ser persona: que no estamos acabados, que mi defecto puede convertirse en trampolín de santidad, que puede que muramos santos, pero siempre moriremos imperfectos.
Lo malo es que en un mundo que rechaza la imperfección resulta muy difícil vivir en verdad. Incluso conocerse a uno mismo. Porque conocer la propia imperfección es el primer paso para construirnos de manera sana y saludable. Y para ello no basta con conocer nuestra imperfección: hay que abrazarla. También hay que dialogar humorísticamente con ella. Porque durante todo el camino de la vida iremos con ella, así que no podemos caminar peleados. Y con mucha, mucha frecuencia, Dios se cuela en esa amistad. Abrazar las imperfecciones supone saber que Dios nos ama con ellas, que conoce nuestro «sabor» y nos acepta con infinito amor.
Si repasamos los relatos del Antiguo y Nuevo Testamento, tenemos una galería de imperfecciones. Jesús vino a redimirnos del pecado. Pero no se molesta por nuestra imperfección.
MARIA DOLORS GAJA I JAUMEANDREU, MN