MARIA DOLORS GAJA I JAUMEANDREU- Los que llevamos toda la vida en colegios acumulamos, con el paso de los años, muchas experiencias, muchos testimonios, muchas vivencias. Pero, también con los años, algunas se desdibujan y van aflorando, casi con relieve, aquellas vivencias o testimonios que resultaron ser impactantes.
Siempre que celebro Pentecostés recuerdo a Marta y, sobre todo, a Andrés. Ambos son nombres figurados porque quizá Andrés me lea. Marta no, Marta no puede leerme. Ambos vinieron al colegio en una de aquellas múltiples semanas que organizan todos los centros.
En los de Nazaret destacan dos: la Semana de la Familia y la Semana Solidaria. En el colegio habíamos trabajado la fortaleza y la superación y buscamos un testimonio cercano a los niños. Y a Marta la conocían, todos la veían correr por las calles, entrenarse en los largos caminos de montaña. Marta es atleta y corre, hace running, corre triatlón y no sé cuantas especies más de atletismo. Ya suponíamos que un ejemplo de deporte podía ser un ejemplo de fortaleza y superación, pero la persona que nos trajo a Marta no nos dijo algo que lo cambiaba todo: con dieciocho años, Marta perdió totalmente la visión.
Cuando nos contó su vida, rememoró rápidamente los tiempos en que corría «viendo»; el silencio se hizo cuando explicó cómo, a raíz de un accidente, perdió la visión. Aún recuerdo cómo nos describió el momento en que, tumbada en una butaca de su casa y ya plenamente a oscuras, pensó que no podía pasarse toda la vida en casa, cuidada como una niña pequeña. Y sin más, se levantó y salió a correr. Se conocía el camino, dijo, y era muy recto; pese a todo, se estampó tres veces contra un árbol y regresó a casa llena de moratones, algún chichón… y feliz.
Desde ese día no dejó de correr. Se entrenaba duramente y los primeros meses siempre acababa chocando con algo. Pero siguió y viendo su tesón y sus capacidades físicas, alguien le aconsejó que se pusiera en contacto con la ONCE para que esta, a su vez, la asesorara sobre cómo competir. Porque Marta quería competir «como hacía antes». Y ahí entra Andrés. Andrés siempre fue atleta, pero acabó convirtiéndose en guía de atletas invidentes, primero como voluntario y más tarde como profesional.
Contaba que él corría con Marta, a su lado, cogiéndola suavemente del codo. Y su tarea era «ser sus ojos», describirle el camino, las cuestas, las bajadas, las curvas y hasta el tipo de terreno: pedregoso, arcilloso, arenoso… Andrés no para de hablar mientras corre y Marta es totalmente dócil a sus indicaciones. Mientras lo escuchaba, pensaba en que, si ya es cansado correr y uno queda sin resuello, no podía imaginarme lo que sería correr y guiar al mismo tiempo.
Pero viendo la cara de satisfacción de Andrés al relatar los trofeos y premios conseguidos por Marta lo que más me admiró fue ese quedar en segundo plano de Andrés. Él podía quedar agotado, pero el protagonismo se lo dio siempre a Marta. Y quedó para mí la imagen del Espíritu. Porque en la vida espiritual todos somos un poco como Marta: no tenemos muy claro qué espera Dios de nosotros en cada momento, no vemos si nuestra fe crece o se tambalea, dudamos sobre cómo y de qué manera hacer la Voluntad de Dios o qué le agradará más. A veces no entendemos lo que nos pide y andamos —o corremos— a ciegas por esos caminos del corazón y la fe. Y resulta que el Espíritu es nuestro Andrés.
Nosotros podemos ser ciegos, pero todo consiste en ser dóciles y dejarnos guiar, porque lo cierto es que, como el Andrés real que conocí, el Espíritu no para de hablar, de describir el panorama de nuestra vida y, sobre todo, de indicarnos el paso siguiente que debemos dar. Podemos sentir a veces su contacto suave, no en el codo sino en el alma. Pero lo importante es centrarnos en su suave voz y poner nuestro amor propio, nuestra voluntad y nuestro parecer como una alfombra bajo los pies para que la docilidad brote con fuerza.
A veces, cuando no sé si debo o no debo, cuando no veo nada, me acuerdo de Andrés. ¿Voy a tener menos confianza en el Espíritu que la que Marta tiene en Andrés? Lo malo es que el Espíritu tiene cero afán protagonista y una humildad obsesiva. Ya lo dicen los Vedas: la Divinidad es tímida como una gacela. Esa gacela tímida es el Espíritu. Sigámosla…