Dignitas infinita

Un cristiano solo tiene permitido mirar a una persona de arriba hacia abajo para ayudarla a levantarse; nada más. Esta idea, que busca validar la dignidad humana, no es mía, sino que le pertenece al papa Francisco. Lo escuché decir esto en la apertura de la XXI Asamblea General de Cáritas Internacional hace unos años, y me cautivó por completo, porque estoy convencido de que ninguno de nosotros está exento de experimentar la pobre tentación de creer que alcanzó más peldaños en la «escala de la vida», y desde ahí, mirar a los demás, no como hermanos, sino como totalmente ajenos, separados y lejanos.

La declaración Dignitas Infinita, del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, promulgada el pasado 2 de abril de 2024, muestra cómo la Iglesia católica, en los últimos años, se ha propuesto profundizar la concepción de dignidad para ofrecer una mirada aterrizada y actual, recordando al pueblo de Dios su sentido evangélico, cimentado en la necesidad, siempre vigente e indeclinable, de mirar «al otro», a todos los «otros», los distintos del mundo de ayer y de hoy, como sujetos merecedores de la misericordia de Dios que habita en mí, sin volverlos objeto de mi juicio personal.

Y es que, en general, los seres humanos tendemos a pensar que la dignidad es una condecoración en el uniforme, más que una condición inherente a toda persona; y si lo sabemos, la verdad sea dicha, nos cuesta asumirlo. Desconocemos, u olvidamos, como cristianos, nuestro llamado a confirmar con nuestras palabras y acciones, cada día, a cada paso, nuestra condición de hijos de un Padre que nos ama y nos da su propia capacidad de amar y «asumir» al prójimo con todas sus heridas, al estilo del samaritano del Evangelio: atenderlo, asistirlo y pagar la cuenta sin juicios, ni preguntas, ni reclamos (cf. Lc 10, 34). Alcanzar la capacidad de hacerlo aumenta nuestra «semejanza» con Dios. Y, de hecho, cuanto más validamos la imagen de Dios que existe en los demás, por diferentes que sean, más nos configuramos con su obrar misericordioso, con el estilo relacional de Jesús de Nazaret.

La vida cristiana no consiste en «escalar» por encima de nadie, sino en «caminar», «transitar», «atravesar» juntos el camino, fraternalmente, siguiendo el estilo de Jesús, con conciencia agradecida por su modo de validarnos permanentemente en su plan de amor; antes incluso de que yo le quiera y lo acepte en mi vida, o a pesar de que, con mis actitudes, lo rechace. Este es el misterio de su misericordia: que no hay mérito alguno para alcanzarla. Es, de hecho, el libérrimo amor de Dios el que hace que, aunque siendo yo pecador y frágil, se vuelva suficiente lo insuficiente de mi vida por su gracia, queriéndolo, buscándolo, aceptándolo. Solo cuando nos hacemos conscientes de cuánto nos ama, nos auxilia y nos perdona Dios, a lo largo de nuestro historial de aciertos y desaciertos, podemos volvernos «dadores» de ese mismo modo libre de amar, sin juzgar, sin etiquetar, sin separar con la palabra ni con el corazón.

Hablar de «dignidad humana» es hacer referencia a una condición existencial de la persona, que no puede ser puesta en tela de juicio bajo ninguna circunstancia, y que no se gana ni se acumula meritocráticamente. A partir de esto, Dignitas Infinita anima a todo el pueblo de Dios, hombres y mujeres de buena voluntad, a mantener la mirada atenta al mundo que nos rodea, percibiendo fenómenos sociales y culturales que, asumidos y aceptados en muchos contextos, atentan contra la dignidad humana y, en consecuencia, anulan, suprimen y matan a nuestros hermanos.

Como familia cristiana y católica estamos invitados a compartir con los más pequeños en nuestros hogares que, desde la gestación, el ser humano adquiere en sí mismo eso a lo que llamamos «dignidad», como imagen de Dios; y atentar contra ella, en cualquier estadio de la vida y de cualquier modo, es desconocerlo a Él mismo, presente en la humanidad, encarnado en cada hermano, y desentender el misterio de su presencia amorosa en cada ser que habita el mundo, como parte de su modo de habitar la obra que ha creado. De hecho, el artista habita para siempre aquello que ha nacido de sus manos, y el Divino Artesano permanece desde siempre y para siempre en su creación.

Esto atañe al ámbito social, político, administrativo, educativo y pastoral, sin distinción. De ahí que la declaración aclare que dicha dignidad, existente en todas las personas, puede ser, por la misma libertad humana, «empañada» cuando una persona o institución actúa en detrimento de sí misma o de los demás, olvidando que el principio operativo del cristiano —y más aún, de quienes optamos por una vida de servicio al mundo y a la Iglesia— radica en obrar en favor del bien que habita en nosotros y nos empuja a amar como Dios nos ama.

El cardenal Víctor Manuel Fernández, prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, quien firma la declaración, enumera algunas realidades actuales y latentes que atentan contra la dignidad humana, e invita a contemplarlas cristianamente para revalidar el concepto de dignidad. Menciona, entre ellas, el drama de la pobreza, la guerra, el trabajo forzado de inmigrantes en tierra extraña, la trata de personas, los abusos sexuales, la violencia de género —especialmente contra la mujer—, el aborto legalizado en tantos países, la violencia digital, la subrogación de vientres, la eutanasia y el suicidio asistido, el descarte de personas con discapacidad en todos los ámbitos sociales y culturales, y la teoría de género.

Finalizando esta nota, reflexiono en actitud orante acerca de la importancia, como escuela católica y como comunidad cristiana, como familia, de sembrar en nuestros alumnos y en los beneficiarios de nuestro servicio pastoral la imperante necesidad de custodiar la imagen de Dios presente en cada persona: en cada niño, en cada joven, en cada parroquiano y en cada hermano «lejano» a la comunidad eclesial, comprendiendo que la inherente vocación humana a la unión con Dios se valida en el reconocimiento de la dignidad que todo prójimo tiene, por el solo hecho de ser persona, y nada puede anularla.

El documento final del Sínodo de la Sinodalidad nos invita a la conversión en las relaciones humanas, a dejarnos ayudar y habitar por la gracia divina, pasando de la autoreferencialidad a la donación de nosotros mismos. Qué bueno que, en este camino cuaresmal, el Señor nos encuentre a todos —religiosos, padres y madres, alumnos y hermanos— unidos en el camino de encarnación de la esperanza real y vivificadora para con tantos hermanos nuestros que necesitan ser validados en su indeclinable e infinita condición de hijos amados de Dios; dignos, por sobre todas las cosas, del amor que todo lo sana, todo lo perdona y todo lo renueva (cf. 1 Co 13, 7). Que nos asistan Jesús, María y José.

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